“ […] Aunque ninguno de ellos era profesional de la escena, juntos alcanzaron la excelencia en brillantes representaciones, melancólicamente recordadas por el imaginario de unos vecinos que, con el tiempo, trasmitieron en apasionados relatos orales estas funciones que han perdurado hasta nuestros días […]”.
En el año de 1739 el Rvdo. Padre D. Miguel Sarrio, hijo de Anna y beneficiado de la Catedral de Valencia, regaló a la parroquia, una cruz de plata de once onzas de peso con un Lignun Crucis y cuatro relicarios en cada brazo que guardaban las reliquias de Santo Tomas de Villanueva, San Vicente Ferrer, San Vicente Mártir, San Antonio Abad, Santos Abdón y Senent y Santa Bárbara.
“Yo Sor María Ana de la Cruz di al presbítero D. Miguel Sarrio un Lignun Crucis que está en una cruz de plata puesta de unas reliquias, y por ser cierto lo firmo de mi nombre en este Real Convento de las Descalzas».
A lo largo de los más de seiscientos años que abarca este relato, la forma de celebrar las fiestas en nuestra Villa, al igual que las gentes que hicieron su vida en esta tierra, ha cambiado. Algunas han desaparecido, otras nuevas han sido incorporadas al calendario, mientras que del resto, de las que hoy conocemos es difícil identificar sus orígenes, posiblemente porque la sociedad que las promovió, sustentaba su identidad en unos principios y valores que en la actualidad, en el mejor de los casos, han sido secularizados con el pretexto de universalizar las celebraciones.
La cristianización de las fiestas, que a lo largo de algo más de seiscientos años nos hemos dado, tiene una evidente repercusión en la sintaxis, el lenguaje y en la forma de articular los actos, que en algunos casos, anclan su origen en rituales procedentes de la caridad pública que sustentados en los principios y valores trasmitidos por nuestros mayores son patrimonio de nuestra comunidad. Su desaparición, alteración o sustitución, en la búsqueda de novedades que aproximen al pueblo a estas celebraciones, son una señal inequívoca del cambio de referentes que con el paso del tiempo y las modas han sido asumidos como propios por nuestra comunidad.
A comienzos de la década de 1790 Baltasar Fuster era un labrador, padre de ocho hijos que ejercía como familiar del Santo Oficio, con un importante patrimonio rural, dedicado al comercio y con una formación suficiente como para abrazar las nuevas ideas de la ilustración que llegan a estas tierras de la mano de algunos ilustrados como Cavanilles. El naturalista, siete años más joven que Baltasar, es un convencido del papel que la ilustración podía desarrollar en el progreso de las zonas rurales de interior en Valencia, y en sus viajes por estas tierras busca y recluta, a los hombres, influyentes y letrados, que sobre el terreno estén en disposición de llevarlas a la práctica.
“A los ojos del visitante, queda claro que la verdadera riqueza de esta tierra, es la misma que desde el Neolítico hasta el día de hoy permanece oculta para los paisanos del lugar. Ese tesoro, que va mas allá de lo recogido en la antigua leyenda relatada por Escolano, no es otro que el manantial de la laguna conocida como Albufera, la misma que desde entonces permitió el progreso de la vida en esta villa”.
El origen de esta fiesta, que no su advocación, se remonta a la época romana. Eran tiempos en los que, durante los últimos días del mes de noviembre, se efectuaban celebraciones con motivo del final de la recolección de los frutos. La Vía Augusta, fue el camino de penetración de esta y otras manifestaciones religiosas y culturales hasta estas tierras; de ahí que encontremos en los pueblos que tuvieron relación con esta importante vía de comunicación la pervivencia de esta celebración que tan arraigada está a los frutos de la tierra.
Para cualquier cronista que, a lo largo de estos cuatrocientos años, se haya acercado alguna vez al monumento, resulta incuestionable que la verdadera belleza de esta alqaríyya, siempre residió en su paisaje interior. El jardín que esta familia, generación tras generación, diseñó y cuidó en lo más íntimo de la alquería, nos da muestra de un signo de refinamiento que siempre buscó la armonía del monumento con su entorno. El edificio, que en la ornamentación de algunas estancias, nos muestra de forma rotunda los gustos de sus señores, también en sus silencios, nos ofrece un esclarecedor relato sobre la forma en la que esta familia, al igual que la de los Parcent, Fuster y otras en la época, pudieron transitar en apenas dos generaciones desde una posición de humildes mercaderes a opulentos ricoshombres ennoblecidos. Sin lugar a duda, la alquería fue para todos ellos un signo distintivo del poder y la posición social que ocuparon en la Valencia de los siglos XVI al XIX.
Los “Auroros” son gente sencilla que da vida, en los últimos días del mes de septiembre, a la madrugada del día del Cristo. Alumbrados por la luz de la aurora, recorren las calles, plazas y veredas de la Villa, en el silencio de la noche, que se rompe al entonar con recias y profundas voces, cánticos de alabanza dirigidos a Dios y Santa María. El tañido de la campana, marcando el paso del tiempo, y el repetido sonar de la melodía, bajo las hornacinas de nuestras calles, son el lienzo sobre el que los hermanos recrean la ilusión de recibir el regalo de un nuevo día.
Dar palabra y acción a un muñeco debe ser, en verdad, hazaña digna de un dios, ya que realizarla en un hombre no es tan difícil, porque en esta eterna magia de la vida, menos tiene de divino aquel que más milagros ejecuta entre los títeres de una humanidad, que es vulgar en sus resortes y grosera en su factura.